Espacio de lectura: "La Noche que Nunca Terminó"

Su autora lo encuadra como un texto lírico o póetico. En tercera persona describe el horror vivido por un joven desaparecido en la última dictadura militar. Es el resultado de los sentimientos de una adolescente luego de conocer la película "La Noche de los Lápices". Si querés compartir tu texto literario podés enviarlo a Señal Calafate (Wp 2902 40 3770).

26/03/2025Señal CalafateSeñal Calafate
Literatura

Lo arrancaron de la cama como se arranca una página de un libro. El sonido de la puerta derrumbándose contra el piso de madera fue un trueno seco que despertó a toda la casa. Su madre gritó su nombre, pero lo callaron de un golpe. Lo arrastraron sin explicaciones, sin tiempo de ponerse los zapatos. Solo las manos brutales y el metal frío de un arma contra su sien.

El mundo se convirtió en un torbellino de sombras y pánico. Un auto sin placas lo devoró, lo tragó hacia el vientre negro. Lo hicieron agachar la cabeza. La lona que cubría el interior apestaba a sudor, a miedo, a desesperación de otros que habían pasado por lo mismo. La respiración se le entrecortaba, pero nadie iba a escuchar su llanto.

Cuando lo bajaron, lo recibió un sótano sin ventanas, sin tiempo. Una celda sin números, porque las paredes de aquel lugar no registraban a sus prisioneros. El piso de cemento le mordió los pies descalzos mientras lo encadenaban como a un perro. El silencio era un cuchillo contra su nuca. Solo el murmullo de otros espectros se colaba entre las grietas. Gente rota. Gente que ya no hablaba.

No le preguntaron su nombre. Para ellos no era más que un número en una lista que se podía tachar. No le dieron tiempo de justificarse, de explicar que no era un peligro, que solo estudiaba, que no tenía nada que ver con nada. La verdad era un chiste en ese lugar. Allí, la única verdad era el dolor.

La primera descarga eléctrica le crispó los dientes contra la lengua, haciéndolo saborear su propia sangre. Su cuerpo se dobló, se retorció como un animal agonizante. Los gritos no salieron al principio; su cerebro aún no entendía que eso era real. Pero cuando la picana volvió a encenderse, cuando la aguja eléctrica perforó su piel otra vez, su voz se quebró en un aullido.

Rieron. Siempre reían. Los hombres de uniforme tenían risas gruesas, gastadas, risas de bestias que han dejado de ver a los demás como humanos.

Las preguntas no tenían sentido. Le preguntaban por nombres que no conocía, por reuniones en las que nunca había estado. Pero no importaba. Ellos ya tenían la respuesta. Solo querían ver cuánto podía durar sin dársela.

Los días se volvieron una sombra indistinta. Hambre. Frío. Un vaso de agua lanzado a la cara para que no se muriera antes de tiempo. El olor de otros cuerpos hacinados, de orina, de heces, de carne que se pudre en vida.

Y entonces la mesa.

Lo sacaron de su celda y lo ataron sobre una superficie helada. Su piel desnuda se pegó al metal. Los murmullos de otros en la oscuridad se callaron cuando los guardias entraron. Sabían lo que venía. Todos lo sabían.

La picana otra vez, pero ahora en lugares más profundos, más íntimos. Le abrieron la boca con las manos para meterle la corriente directamente en la lengua, en los dientes, en la garganta. El dolor era un alarido sin fin. Luego, los golpes, los cortes, los cuerpos de los verdugos aplastándolo, robándole la dignidad.

La noche fue eterna. Cuando lo soltaron, ya no era una persona. Era un saco de carne que temblaba y lloraba en silencio. Y eso, eso era lo que querían. No necesitaban matarlo todavía. Primero tenían que romperlo.

Los días pasaron. O tal vez fueron meses. Nadie en ese lugar sabía cuánto tiempo llevaba encerrado. Su madre debía estar buscándolo, preguntando en comisarías, recibiendo amenazas, cartas sin remitente que decían que se callara.

Pero él ya no estaba allí. Su mente se había ido a otro sitio. Cada vez que escuchaba los pasos en el pasillo, su cuerpo se encogía. Se orinaba encima. No quería volver a la mesa. No quería más preguntas, más toques, más agujas en las uñas, más sumergidas en agua con electricidad.

Y un día, lo decidieron.

Lo sacaron del sótano y lo metieron en otro auto. Su piel estaba pegada a los huesos, su cuerpo era una colección de cicatrices nuevas, pero su mente… su mente ya era solo un hueco vacío.

Le ataron las manos.

Le vendaron los ojos.

Le dijeron que ya iba a estar en casa.

Sintió el viento en la cara, el sonido del mar rompiendo contra algo enorme.

Y luego, el vacío.

Cayó.

Sintió el golpe del aire contra su piel, el estómago encogiéndose, la certeza de que no habría fondo donde agarrarse.

El océano lo recibió con indiferencia.

El agua llenó sus pulmones.

Y la historia siguió sin él.

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Sobre la Autora:

Ludmila Matos tiene 17 años. Egresada de colegio secundario y futura estudiante universitaria de Derecho. Reside en El Calafate y cuenta que escribe desde los 14 años como resultado de un intento de comprender más sus sentimientos, emociones y pensamientos. Contactos: Cel. 2966 31-2949 Mail. [email protected]

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